La filosofía, es un Arte, una Ciencia y también es una actitud ante la vida. Una ciencia porque implica buscar los porqués, una actitud que implica un arte, pues esas palabras no se pueden responder de cualquier forma.

¿Qué es actitud ante la vida? 

Es vivirla con los ojos bien abiertos; es no tener miedo de indagar en lo que todavía no entendemos, es no tener miedo de mirar en el Universo y preguntarse por él, por uno mismo, por el Ser humano.

De todas las definiciones de filosofía que existen hay una que se atribuye a Pitágoras, y es a razón de que los sabios de su época se dirigían a él con gran veneración llamándolo sabio, el respondió: “No, yo no soy un sabio. Yo soy simplemente un amante de la sabiduría”. Es por ello que de esta expresión griega surgió el philosophos, aquél que ama a la sabiduría porque no la posee.

Seguimos con nuestra Semana del Amor, hoy:

¿CÓMO NOS ENAMORAMOS?

En el modo de comenzar, el amor se parece al deseo, porque su objeto –la persona amada– nos excita. Pero el acto amoroso no empieza sino después de esa excitación o incitación. Por el poro que ha abierto la flecha incitante de la persona amada brota el amor, y se dirige activamente a ella. Va del amante a lo amado; es un movimiento psíquico, una "íntima marcha" desde nuestro ser al del prójimo.

De esto se desprende que el acto amoroso, en su intimidad psíquica, es un proceso del alma que se prolonga en el tiempo; es como un chorro de materia anímica, un fluido constante que mana como de una fuente. Podríamos decir metafóricamente que el amor no es un disparo, sino una emanación continuada, una irradiación psíquica que del amante va a lo amado. No es un golpe único, sino una corriente.

La Leyenda de Borno

La gente de aquella tierra hablaba a menudo del sino fatal de un joven llamado Borno, tan atractivo que era conocido como “el mimado de los dioses”. 
Allí estaba Borno, en una cresta baja de la montaña, desde donde se podía divisar el brillo del mar en la distancia. 
Entre un grupo de viejos árboles había un estanque centenario, abastecido por un manantial que afloraba entre las rocas.
Borno dejó beber al asno; luego, cogió las tinajas mientras el animal pastaba de aquí allá. 
Pero no las llenó enseguida; se sentó junto al estanque, disfrutando del aire fresco y escuchando cómo las cigarras festejaban la belleza del mediodía.
De pronto, los lirios se estremecieron, el agua se rizó y susurró al chocar contra las piedras. Entre los nenúfares apareció una mujer infinitamente seductora, infinitamente misteriosa. 
Su piel era más blanca que los pétalos de lirio, sus ojos eran verdes como las hojas. Una oscura melena, con tallos entrelazados, caía sobre sus hermosos hombros, fundiéndose con el agua. 
Levantó una mano y Borno se acercó a ella. Luego, vaciló y retrocedió.
–No sois mortal, doncella –dijo.
La muchacha sonrió perezosamente y asintió con la cabeza. Los ojos del muchacho se oscurecieron de deseo, inclinándose sobre el estanque.
Tan pronto como la punta de sus dedos tocó el agua, la mujer le sujetó como si de un grillete se tratara. Sus pequeñas y afiladas uñas se clavaron en su carne y Borno cayó inexorablemente al agua, penetrando en el mundo sin aire que se ocultaba bajo la tierra, donde aún reinaban los espíritus acuáticos y los humanos no podían vivir. 
O por lo menos, eso es lo que dijeron los compañeros de Borno. El asno había regresado hasta los campos rebuznando lúgubremente. Fueron al estanque, donde encontraron las tinas del agua en el suelo, vacías. Le buscaron y le llamaron hasta el amanecer, pero fue en vano. 
Algo mágico flotaba en el aire alrededor del estanque. 
Más tarde, tras haber dado por terminada la búsqueda, los irlandeses compusieron una melodía para Borno, contando cómo fue raptado por la ninfa del estanque.
La cantaron durante siglos mientras recolectaban el grano.

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