Nuestra sociedad está gobernada por las prisas, y todos nos vemos un poco obligados a seguir el ritmo frenético que las exigencias de la vida moderna nos imponen, y así, hay momentos en que agobiados por la rapidez con que pasa el tiempo, abrumados por el trabajo, o derrotados por alguna insatisfacción personal, nos sentimos víctimas del estrés.

Pero ¿qué es el estrés? A pesar de las veces que lo oímos nombrar, solemos verlo como algo abstracto, y con una repercusión únicamente psicológica. Sin embargo, en origen, el estrés es un mecanismo natural, es la respuesta del cuerpo ante una situación de peligro o emergencia, y produce principalmente cambios químicos, perceptibles a nivel físico.

La tolerancia a los niveles de estrés varía según las personas, y también las situaciones estresantes son distintas para cada individuo; tienen mucho que ver con nuestros miedos y carencias, con nuestra capacidad de enfrentar los contratiempos de la vida y de asimilar los acontecimientos que nos van sucediendo. El estrés puede estar provocado por factores externos: vivir en una calle ruidosa, trabajar en lugares mal ventilados o poco iluminados, viajar en horas punta, o por factores internos: exceso de trabajo, insatisfacción laboral, dificultades monetarias,  problemas emocionales...

Tanto en el hombre primitivo que tenía que luchar contra un mamut como en el “urbanitas” atrapado en un atasco, con prisa por llegar a tiempo a algún sitio, se disparan las mismas señales bioquímicas, ya que ambas son, para el cuerpo, situaciones de alerta. La diferencia es que el hombre primitivo liberaba la energía acumulada mediante la caza, mientras que el hombre de hoy no puede desprenderse de esa agresividad tan fácilmente. Y las situaciones estresantes que no se han resuelto bien se acumulan y tienen consecuencias para el organismo, provocando, a la larga, enfermedades.

¿Cuáles son esos cambios bioquímicos?

Los sistemas defensivos del cuerpo fueron diseñados para asegurar su supervivencia. Mientras el sistema inmunológico nos protege frente a las enfermedades, el «sistema de alarma» se activa ante las situaciones del entorno, movilizado por el estrés. Este sistema sólo admite dos opciones: enfrentar una situación estresante o escapar de ella, y para ello recurre a la acción conjunta de dos hormonas: la adrenalina y la cortisona.

La adrenalina incrementa el pulso, aumenta la presión arterial y redistribuye el fluyo sanguíneo hacia los músculos. Además hace más eficiente la respiración e induce al hígado a liberar las reservas energéticas hacia la sangre, en previsión de una posible huida. Junto con todo esto, disminuye el pensamiento racional, haciéndonos menos propensos a tomar en cuenta las consecuencias de nuestros actos, lo que nos facilitaría  llevar a cabo la segunda opción: el ataque.

Los corticoides contribuyen a aumentar los niveles de azúcar en sangre, inhibiendo al mismo tiempo los procesos inflamatorios y las defensas inmunológicas.

Estas reacciones del cuerpo permiten evitar el peligro. A corto plazo, no son dañinas y pueden incluso tener un efecto estimulante. Pero bajo un estrés constante, los niveles hormonales no pueden volver a la normalidad y el cuerpo tiene la sensación de estar continuamente bajo agresión. Eso debilita nuestro sistema inmunológico y produce repercusiones a nivel psicológico, afectando a la salud general del organismo.

¿Cómo saber si sufrimos estrés?

Los primeros síntomas de estrés incluyen tensión en hombros y cuello y tics nerviosos. En algunas personas el estrés se manifiesta con dolores de cabeza o indigestión, mientras otras pueden sufrir una sensación de opresión en el pecho y taquicardia. En ciertas personas aparece fatiga, deseos exagerados de comer y desmotivación para hacer ejercicio.

El estrés continuado puede provocar un gran conjunto de síntomas, como: pérdida o aumento del apetito con la consecuente variación de peso en la persona, problemas digestivos, entre ellos gastritis, úlceras, estreñimiento o diarrea, aumento de la presión arterial, disminución de la función renal, afecciones de la piel o disfunción sexual.

A nivel psicológico puede provocar ansiedad, depresión, nerviosismo, problemas de comunicación con los demás, irritabilidad, agresividad o alteraciones del sueño. Y lo que es más grave, puede conducir a adicciones.

En último extremo, el estrés crónico puede contraer arterias ya dañadas, aumentando la presión y precipitando una angina de pecho, un paro cardiaco o una trombosis cerebral.

 ¿Qué podemos hacer?

Para controlar el estrés la clave es la relajación. Muchos creen que eso se consigue tumbándose en el sofá y viendo la tele al final de un largo día. Pero ese tipo de relajación pasiva no proporciona un verdadero beneficio terapéutico para el cuerpo. Los distintos acontecimientos estresantes del día, las críticas, las decepciones y la rabia no desaparecen así. La auténtica relajación implica calmar tanto la mente como el cuerpo. Para calmar la mente es necesaria la introspección y la meditación, analizar nuestros actos diariamente, aprendiendo de los errores y buscando futuras soluciones, y para calmar el cuerpo es bueno hacer deporte o disciplinas como el yoga o el tai-chi, que ayudan a liberar la tensión acumulada .

Si el estrés persiste debido a irritaciones diarias que no se pueden modificar, tal vez un cambio radical de estilo de vida nos ayude; por ejemplo, encontrar un trabajo menos agobiante.

Por último, los efectos del estrés no deben intentar suprimirse con medidas a corto plazo como fármacos, drogas o alcohol.

 

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