Con la revolución científica, después de una larga Edad Media y sólo tras la eclosión del Renacimiento, tras el redescubrimiento de la redondez de la tierra y del movimiento de todos los planetas, incluida la Tierra, alrededor del Sol, comienza un verdadero interés científico, en el que se recuperan muchas de las ideas ya apuntadas por civilizaciones de la antigüedad, y surge un interés por un conocimiento más preciso del mundo físico.

Sin embargo, en ciencia, las teorías, es decir, los modelos que explican la realidad no son siempre del todo exactos, sino que son pasos hacia una comprensión más amplia de la naturaleza, por eso a veces los rudimentarios conocimientos en ciertos campos de la ciencia en un momento dado han llevado a formular teorías absolutamente erradas, que fueron aceptadas y defendidas en su época, llegando a alcanzar un reconocimiento y un impacto social tal en el entorno científico y cultural del momento que tardaron siglos en ser refutadas. Conozcamos algunas de ellas.

Teoría de los miasmas

En el campo de la medicina, durante la antigüedad griega, con Hipócrates como principal exponente, la medicina hacía muchísimo hincapié en la prevención de la enfermedad, en la higiene personal, en la limpieza -los baños fueron una costumbre muy arraigada en el mundo griego, romano y posteriormente entre los árabes- y en otra serie de factores como la alimentación, la vestimenta, la práctica de ejercicio… que estaban basados en la teoría de los humores, que entendía la salud como una armonía, un equilibrio de estos humores, y propugnaba la justa medida en todas las cosas.

Durante la Edad Media europea todas estas ideas se van a ir perdiendo y la medicina se decanta por los remedios para lograr la curación olvidando la prevención. Así encontramos que en el siglo XIX todavía no había ninguna práctica de higiene privada y entre los médicos se había popularizado la teoría miasmática. Los miasmas eran unos efluvios misteriosos que salían del suelo y en cualquier momento podían hacerle a uno enfermar, sin intervención de un sujeto trasmisor, por puro azar. Se trataba según los doctos académicos de un gas químico, que emanaba del cuerpo de los cadáveres y de los enfermos y que se disolvía en el ambiente de tal forma que eran las corrientes de aire las que lo trasmitían. Ni siquiera se consideraba la idea de que el contacto con el enfermo supusiese un riesgo. En palabras de un médico de la época: «Estos miasmas son a veces imperceptibles como lo es el vapor de agua y demás exhalaciones que se separan de la superficie terrestre durante el día por la acción de los rayos solares, y si el aire está en calma se ve fluctuar este gas animal alrededor de los enfermos de quienes se separa, como refieren haberlo visto varios médicos de nota muy distinguida».

Incluso se llegó a la creencia de que los baños, por la acción del agua caliente y el vapor de agua, abrían los poros de la piel permitiendo a los miasmas penetrar más fácilmente, por eso las personas adquirieron la costumbre de aplicarse cremas y aceites en el cuerpo para tapar los poros, en vez de bañarse.

A pesar del error de concepto se tomaron algunas medidas adecuadas de control ambiental como fueron la prescripción de cuarentenas, el sacar los mataderos y los cementerios fuera de las ciudades, y la creación de algunos lugares, establecimientos sanitarios llamados lazaretos, localizados sobre todo en los puertos para cerciorarse de la salud de los marinos y el estado de las mercancías transportadas. Para ello a los marineros se les confinaba un tiempo y se les hacía pasar por duchas de agua con vinagre y vapores de azufre, para «neutralizar» el miasma, hasta que conseguían la «patente de limpio».

Uno de los primeros médicos en comprender el error de esta teoría va a ser Ignac Semmelweis (1818-1865), de origen húngaro, que trabajó en un hospital en Viena en la sección de maternidad, y se dio cuenta de un hecho curioso. En esa época, en 1848, las mujeres que parían en su casa tenían más posibilidades de sobrevivir que las que parían en el hospital y de entre las que parían en el hospital, las atendidas por comadronas sobrevivían en mayor proporción que las que eran atendidas por médicos y por los estudiantes de medicina. Gracias a una serie de sucesos, entre ellos la muerte de un colega médico tras cortarse el dedo con un bisturí mientras diseccionaba un cadáver, Semmelweis comprendió que lo que ocurría es que los médicos y los estudiantes de medicina pasaban por la sala de autopsias e inmediatamente iban a atender a las mujeres que acababan de parir, con heridas todavía abiertas, con lo cual todos los microorganismos -él los llamaba «materia cadavérica»- propios de los cadáveres en descomposición eran trasmitidos a dichas pacientes. Implantó entre sus estudiantes de medicina simplemente la medida antiséptica de lavarse las manos antes de atender y examinar a sus pacientes. Con eso descendió muchísimo la mortandad en su sección, así que invitó a todos los demás médicos del hospital a que hiciesen lo mismo, pero encontró una fuerte oposición. Para ellos la fiebre puerperal se transmitía por los miasmas, y los éxitos de Semmelweis eran fruto de la casualidad, no tenían fundamento. Es como si hoy en día en un hospital se quisiese imponer la norma a los cirujanos de santiguarse antes de entrar a quirófano, tal era el auge de la teoría miasmática que el lavarse las manos era considerado algo supersticioso.

Como no sólo los médicos no le hicieron caso sino que sus mismos estudiantes dejaron de lavárselas, la mortandad volvió a dispararse, y los directivos de su hospital hicieron que fuese destituido. Semmelweis escribió un libro titulado De la etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal, y lo mandó a los mejores hospitales de Europa pero no encontró eco en sus ideas. Finalmente, frustrado, se volvió a su país y le entró tal desesperación que lo ingresaron en un manicomio por desequilibrio mental, donde moriría en 1865. Paradójicamente, en ese mismo año Luis Pasteur demostró la teoría microbiana de la enfermedad, y posteriormente Robert Koch estableció los postulados de las enfermedades infecciosas para asentar con total coherencia una mentalidad etiopatológica y demostrar la existencia del agente transmisor del contagio, los microorganismos. A partir de entonces, lavarse las manos constituyó una medida preventiva universal.

Vitalismo y mecanicismo

Una de las grandes controversias de los siglos XVII y XVIII fue la que enfrentaba a una corriente de pensamiento llamada vitalismo, que decía que los organismos vivos no se regían por leyes físicas sino por leyes especiales, y que por tanto había una brecha infranqueable que separaba la materia inanimada o inorgánica, de la viva u orgánica (nomenclatura que se usaba en química hasta hace pocos años, herencia de esta corriente de pensamiento) que provenía de una vis vitalis, de un influjo vital. En cierta manera era fruto de un modo de pensar instaurado por Aristóteles, quien establecía distintas leyes para el mundo sublunar (los cuatro elementos, la tierra donde nos encontramos, un mundo imperfecto y corruptible) y el supralunar (compuesto de éter, donde están las esferas celestes y donde todo es perfecto e incorruptible). Por analogía surgió también la convicción de que los seres vivos eran distintos y más perfectos que el mundo mineral. La otra corriente de pensamiento se llamaba mecanicismo, estaba liderada por Descartes, y afirmaba que todas las actividades del cuerpo humano se rigen por las mismas leyes físicas y químicas de la naturaleza, y que así pues no existía diferencia entre lo animado y lo inanimado. Es decir, los animales y los hombres eran máquinas vivientes. Por ejemplo, la circulación de la sangre se explicaba con las mismas leyes de fluidos que se aplican a un río, y en consecuencia, al no existir diferencias, la vida podía surgir de lo inerte.

Pasteur (1822-1895) es un personaje fundamental dentro de la historia de la biología entre otras cosas porque va a refutar esta teoría de la generación espontánea. Dicha teoría se remontaba a Aristóteles, quien había afirmado que los organismos inferiores como los gusanos, las moscas, y determinadas formas de vida aparecían de la nada, por generación espontánea, surgían sin más. Estas ideas durante la Edad Media no tuvieron difusión porque la Biblia hablaba de una Creación que se había producido en el principio de los tiempos, y no era posible que se  creasen seres vivos sin el concurso de Dios continuamente. Sin embargo, empiezan a tomar fuerza como un modo de oposición religiosa y se convertirán en una idea generalizada en el ambiente científico en el siglo XVIII, que a pesar de los resultados en su contra no dejaba de recibir apoyos. Así que Pasteur va a llevar a cabo unos experimentos para refutar definitivamente la teoría de la generación espontánea, también llamada abiogénesis. Tiempo antes se había descartado que las moscas pudiesen nacer directamente de la carne, porque Francesco Redi en el 1668 había hecho un experimento colocando una malla sobre la carne y viendo que no se producían dichos nacimientos. Posteriormente se vio al microscopio que era debido a que se estaba impidiendo que se depositasen los huevos de las larvas. Sin embargo cuando alguien dejaba un caldo de carne sobre una mesa, a los pocos días se formaba una putrefacción, es decir que se estaba generando vida microbiana allí. Spallanzani había visto que si ese caldo se metía en un recipiente, se hervía y se tapaba, permanecía estéril y sin contaminarse todo el tiempo que quisiésemos. Pero los partidarios de la generación espontánea decían que el oxígeno era el agente vital, y sin él no se podía dar la vida. Pasteur por tanto tuvo que idear un sistema en donde estuviese presente el oxígeno. Para ello lo que hizo fue meter el caldo de carne en un matraz, luego trabajando el vidrio hizo un serpentín en el cuello del recipiente de forma que quedase un paso del aire muy estrecho y muy curvado, y seguidamente lo llevó a ebullición. El resultado es que una vez enfriado, el caldo permanecía estéril, a pesar de seguir en contacto con el aire. La razón es que los microorganismos están suspendidos en el polvo del aire, y el aire al entrar por un sitio tan angosto y curvado depositaba el polvo en las asas del cuello del matraz junto con las bacterias, que no eran capaces de llegar al caldo. Así Pasteur zanjó una polémica entre dos corrientes de pensamiento y, si bien sus demostraciones parecieron apoyar el vitalismo, la verdad ha resultado ser una combinación de ambas teorías. Es decir, no existen leyes especiales para explicar los procesos orgánicos de los seres vivos por complejos que sean (Ver el libro ¿Qué es la vida?, de Erwin Schrodinger) pero la vida sólo puede surgir de la vida.

Fijismo y transformismo

Dentro la biología hay un concepto que ha marcado mucho a la ciencia de los últimos dos siglos y es la idea de la evolución. Sin embargo, ya Empédocles, Heráclito y Anaximandro en Grecia dieron una primera noción de la transformación de los seres vivos y del fluir cambiante de la vida. En Europa una de las corrientes de pensamiento del siglo XVIII era el fijismo, que interpretaba literalmente el relato bíblico de la Creación, y decía que, una vez que se formó el mundo (el 25 de octubre del 4004 a.C. según el arzobispo Ussher que en el 1658 hizo los cálculos a partir de las generaciones que se habían sucedido desde Adán), Dios había creado a las especies en su forma definitiva, por lo que las especies eran fijas e inmutables. Eso descartaba el que pudiesen aparecer especies nuevas con el tiempo, que es lo que diría el transformismo, la otra corriente de pensamiento, que afirmaba que unas especies se iban transformando en otras, y tal como una rueda puesta en marcha, el mundo había ido cambiando desde su creación.

Linneo (1707-1778) es uno de los exponentes del fijismo. Él es el primero que hace una clasificación amplia de las especies y al que le debemos la nomenclatura binomial, de género y especie, que se utiliza hoy en día para denominar las especies en el mundo científico, algo así como el nombre y apellidos de cada uno. Carl von Linneo fue un botánico muy tenaz que clasificó muchísimas plantas, a partir de lo que mejor las identifica, que son los órganos de reproducción, las flores y los frutos. Linneo creía que las especies habían sido creadas por Dios de forma separada y que no descendían unas de otras. Para él las especies estaban protegidas por el Creador para evitar su extinción. Por eso, clasificó los fósiles dentro del reino mineral, sin imaginar que pudiesen ser restos de seres primitivos. Al final de su vida, no obstante, después de haber visto tantas plantas, descubriría que hay especies que son híbridos, es decir, una mezcla entre otras dos, con características de ambas. Entonces tuvo que admitir un poco de evolución intraespecífica dentro de la misma naturaleza. Por la misma época empezaron a encontrarse fósiles, con formas muy parecidas a las de las plantas y los animales actuales que indicaban que en el pasado había habido diferentes formas predecesoras. En un principio, tal y como mencionó Avicena, los fósiles se consideraron ensayos de Dios en la piedra anteriores a la Creación, por una especie de vis plastica, es decir de viento seminal, o fuerza divina creadora.

Cuando el fijismo se tornó indefendible, por los avances de la paleontología y la anatomía comparada, que demostraban semejanzas y correlaciones entre los diferentes organismos, actuales y extinguidos,  apareció el catastrofismo de la mano de Georges Cuvier (1769-1832), quien sugirió la existencia de 27 catástrofes o cataclismos, los diluvios universales, en donde se extinguieron muchas especies y habrían aparecido otras nuevas. Pero siempre el último diluvio era el que se mencionaba en la Biblia, donde había hecho aparición el hombre, que desde entonces de ninguna manera podía haber evolucionado. Si bien se aceptaron los fósiles animales, los fósiles de humanos primitivos se negaron. El gran axioma de Cuvier fue: «el hombre fósil no existe».

Cuvier va a ser un adversario muy hostil de Lamark (1744-1829), gran naturalista considerado como el primer evolucionista. El rechazo que sufrió su teoría evolutiva marcó el descrédito de Jean-Baptiste Lamarck que morirá empobrecido y olvidado. El lamarkismo sin embargo fue la teoría dominante en el campo de la evolución durante gran parte del siglo XIX, incluso tras la formulación del mecanismo de selección natural por Darwin y Wallace. Postula que la función hace al órgano, por tanto, los órganos se desarrollan en vida según se utilicen, y esas modificaciones se transmiten posteriormente a sus descendientes. Es famoso su ejemplo del cuello de la jirafa, que se fue alargando por el uso que éstas hacían de él buscando llegar a comer las hojas de las ramas más altas de los árboles, y el del topo, a quien por hacer poco uso de la vista se le habían atrofiado los ojos. Toda la evolución según Lamarck estaba dirigida por la acción de una fuerza interior que busca la perfección.

Charles Darwin (1809-1882) demostró que la evolución no era debida a la herencia de los caracteres adquiridos sino a la selección natural de caracteres variables presentes en una población. Ernest Haeckel (1834-1919), eminente científico que investigó la embriología y principal defensor de las ideas de Darwin, ávido por demostrar la teoría evolutiva, se dejó llevar por sus prejuicios y falsificó dibujos de embriones de pollo y humanos para «probar» su alto grado de identidad. Tras el escándalo él mismo reconoció el error y declaró: «un pequeño número de mis dibujos, seis u ocho, son falsos. Como el material  estaba incompleto me vi obligado a completar y reconstruir cadenas faltantes». No obstante, tal era el auge del darwinismo, que durante más de un siglo, esos dibujos fueron reproducidos en numerosas publicaciones de biología.

Haeckel afirmaba que el embrión humano a lo largo de las semanas de gestación pasa por todas las etapas por las que ha pasado la evolución de la vida, como si fuese una cinta cinematográfica: por tanto en él se podían distinguir claramente las fases de protozoo, medusa, gusano, pez (con su gran imaginación era capaz de identificar al microscopio incluso las branquias), renacuajo, ave y mamífero.

Preformacionismo y epigenesia

Mientras el vitalismo estuvo en boga, otra controversia se suscitó acerca de la formación de los embriones. Por una parte los epigenistas hablaban de que el embrión era una estructura indiferenciada, pluripotencial, y que la forma del hombre se iba conformando poco a poco, adquiriendo mayor complejidad (corriente minoritaria que permaneció silenciada hasta 1830), y por otra los preformacionistas creían que el ser humano con su forma ya adulta estaba encerrado en las células germinales.

Dentro de esta última corriente, se presentó el dilema de si era el hombre o la mujer quién aportaba la semilla que daba lugar al nacimiento. Así se encontraban enfrentados los preformacionistas espermatozistas que afirmaban haber visto al microscopio dentro del espermatozoide ya el hombre que se iba a crear, llamado homúnculo, mientras que los ovistas afirmaban que ese homúnculo estaba ya formado en el óvulo, y no en el espermatozoide, llegando incluso a remontarse hasta el ovario de Eva, en el Paraíso, porque ella habría albergado en su interior todos los óvulos de todos los seres humanos futuros, unos dentro de otros como si de muñecas rusas se tratase. Incluso de acuerdo a la idea del juicio final pensaban que la raza humana se extinguiría cuando se acabasen los óvulos preexistentes de Eva, que se habían calculado en 200 000 embriones.

No sólo el mundo de la biología y la medicina ha contado con teorías descabelladas, sino que podemos encontrar muchas de ellas en el campo de la física y la química.

La teoría del flogisto se desarrolló durante el siglo XVII para explicar los procesos de la combustión. El flogisto era un principio inflamable, sustancia misteriosa, incolora, inodora, insípida, que no se podía medir, ver, registrar, y que formaba parte de los cuerpos combustibles. Cuando los cuerpos se quemaban el flogisto pasaba al aire y la sustancia se mostraba como realmente era. En el caso de la madera, su esencia serían las cenizas, lo demás era flogisto. De tal forma durante la combustión la sustancia, en principio, flogisticada, se desflogisticaba, y el aire desflogisticado se convertía en aire flogisticado, lo que convierte el proceso en un trabalenguas más difícil si cabe de pronunciar que de comprender. Sin embargo no quedaba claro cómo podía ser que algunos metales al quemarse ganasen peso si en teoría estaban perdiendo el flogisto. La ciencia hubo de esperar los experimentos del químico Antoine Lavoisier quien demostró que la combustión requiere oxígeno y que es esta molécula la que se gana o se pierde en dichos procesos.

La teoría del calórico, aceptada por Dalton, físico que formuló la teoría atómica de la materia, concebía el calor como una «sustancia» o «materia» invisible, denominada calórico, que poseerían los cuerpos en función de su temperatura; más en aquellos cuerpos calientes, menos en los fríos, una sustancia que trasferían unos cuerpos a otros por contacto directo. Esta teoría estaba en oposición a la teoría cinética del calor, que considera el calor como energía transferible y que no sería aceptada hasta los experimentos llevados a cabo por Joule, uno de los científicos que enunció la  ley de la conservación de la energía: «La energía ni se crea ni se destruye, únicamente se transforma».

La teoría del éter luminífero se creó para explicar por qué la luz se trasmitía en el vacío, siendo que en ese momento, finales del siglo XIX, se creía que la luz era una onda y por tanto necesitaba un medio material a través del cual trasmitirse, de la misma manera que el sonido necesita el aire para propagarse. Por tanto, los físicos del momento asumieron que realmente el vacío no existía como tal sino que en ese vacío había un éter muy sutil, de nuevo misterioso, invisible y no mensurable, que permitía que la luz desde que sale del Sol fuese avanzando hasta llegar a la Tierra. Einstein descartó la idea de este éter, descubriendo que aunque parezca paradójico la luz se comporta como onda y como partícula al mismo tiempo y no necesita de un medio material para propagarse.

El ser humano tiene una tendencia natural a la búsqueda de la verdad que es el camino de la filosofía. El creerse en posesión absoluta de la verdad a través de la historia ha dado pie a errores que sólo han sido evidentes vistos desde otra época. Todos los grandes científicos se han adelantado a su tiempo al comprender ideas que para sus contemporáneos eran revolucionarias pero muchos han admitido con la misma vehemencia otras que eran falsas. Lavoisier, el gran químico que refutó la teoría del flogisto, afirmaba sin embargo que los meteoritos no existían, porque en el cielo no había piedras. Kelvin, el inventor de la escala de temperaturas que lleva su nombre, y el primero en dar unas cifras de mil millones de años para la formación de la Tierra, afirmaba en 1895 que «nada creado por el hombre y más pesado que el aire podía volar». Virchow, el gran científico descubridor de la teoría celular, con su famoso axioma, «toda célula proviene de otra célula», rechazaba la teoría microbiana de la enfermedad. Christopher Scheiner, gran astrónomo y perfeccionador del telescopio, negó las manchas solares que Galileo Galilei había descubierto porque según la visión aristotélica/ptolemaica de la iglesia los cuerpos celestiales eran perfectos. Ernst Mach, que rebatió el concepto de Newton de un espacio y un tiempo absolutos, antes de que Einstein enunciase su teoría de la relatividad especial, no creía sin embargo en la existencia de las moléculas, idea ante la cual el mismo Plank se mostraba reacio. Einstein, sin ir más lejos, creía en un universo estático. Por eso introdujo en su ecuación de la relatividad general una constante cosmológica, hasta que Hubble demostró el desplazamiento hacia el rojo que presentan las galaxias, prueba de su alejamiento, y tuvo que retractarse y admitir que el universo está en expansión.

Tendemos a pensar que la ciencia es perfecta, que es algo ya completo y que representa la verdad. Si lo dice la ciencia es cierto, sin necesidad de argumentar nada más. Hemos visto que no es así. A lo largo de la historia la ciencia ha defendido teorías que posteriormente han demostrado ser falsas. A la ciencia por tanto deberíamos devolverle su carácter de un sistema que está en evolución, que está en transición, que tiene teorías que se admiten por un tiempo, y otras que dejan de ser ciertas.

Einstein mismo decía que le gustaría que una vez muerto sus teorías siguiesen teniendo vigencia pero que no podía asegurarlo. La ciencia está continuamente en revisión, aunque para el profano sea difícil de percibir. Sin embargo algunas cosas llegan al público general. Por ejemplo, en octubre del 2004 se descubrió el Hombre de Flores, un resto de un hombre primitivo que tiene el cráneo del tamaño de un pomelo. Hasta ahora, la teoría evolutiva del hombre daba gran importancia al aumento del volumen craneal que es el que hipotéticamente ha proporcionado la complejidad intelectual necesaria para el desarrollo de la civilización. Así desde el Austrolopithecus, pasamos por el Homo habilis, Homo ergaster, Homo erectus y toda una serie de restos que tienen volúmenes craneales crecientes hasta llegar a nosotros. Y de repente aparece el descubrimiento de un hombre primitivo que mide metro y medio, con sólo 30 000 años de antigüedad, y que utiliza la navegación, construye herramientas y utiliza el fuego, es decir, tiene las características básicas que pueda tener un Homo sapiens o un Hombre de neandertal, que ya se consideran plenamente humanos y sin embargo tiene un tamaño cerebral menor que el de un chimpancé. Por tanto, esta teoría vuelve a estar sujeta a revisión. (Ver Investigación y Ciencia, nº 343, Abril 2005, El hombre de Flores, de Kate Wong). Y cada nuevo descubrimiento mueve los cimientos de la ciencia. Deberíamos desechar la idea de que la ciencia es absoluta, que es algo acabado. La ciencia está en movimiento. Ésa es su riqueza y ése es su potencial. Es el hombre con su obstinación, vanidad, prejuicios, intereses y egoísmo el verdadero obstáculo. En tanto no nos liberemos de todas esas lacras, jamás podremos descubrir la verdad, que no es otra cosa que despojarse de todo lo falso.

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