La revolución copernicana supone el cambio de una visión geocéntrica del mundo a una visión heliocéntrica y está indisolublemente unida a la revolución científica, lento movimiento del siglo XVII que representa una renovación de todo el saber científico de la época. Contrariamente a lo que se suele pensar, la idea de que la Tierra era redonda estaba escrita en muchos textos griegos antiguos, y era sostenida por Aristóteles, Platón, Pitágoras, Arquímedes, Eratóstenes y Ptolomeo, entre otros. Si exceptuamos a presocráticos como Anaxágoras, Demócrito o Anaxímedes, fue una opinión generalizada en Grecia. Durante el Renacimiento es cuando se vuelve a despertar un interés por todo ese saber de la antigüedad y se hace una labor de recopilación de los antiguos textos. Por eso es fácil suponer que el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, fue debido en parte a la difusión de estos conocimientos. Esta conquista va a provocar en los europeos un despertar, ya que por primera vez se dan cuenta de que la Biblia no es incuestionable: una de las afirmaciones esenciales, que la Tierra es plana, de repente se viene abajo. Y eso provoca que empiece una investigación real cuestionando dogmas que hasta entonces no habían sido discutidos.

Según las Sagradas Escrituras no sólo la Tierra era plana y constituía el centro del mundo sino que estaba inmóvil. Sobre esta idea no existió un consenso en el mundo clásico. Algunos griegos como Heráclides y pitagóricos como Filolao afirmaban que la Tierra se desplazaba. Muchos otros creían que no. Aristarco de Samos, que vivió en el siglo III a.C., postuló la teoría heliocéntrica tal como la conocemos hoy, que nos ha llegado gracias a los comentarios de Arquímedes y Plutarco. Aristarco decía que la Tierra se mueve, girando sobre sí misma en una rotación diaria y describiendo una circunferencia alrededor del Sol, mientras el Sol se mantenía inmóvil en relación a las estrellas. Aristóteles por el contrario creía que la Tierra estaba inmóvil «porque un cuerpo que nosotros lancemos al aire verticalmente vuelve a caer en el mismo sitio y no un poco más atrás», argumento que no sería refutado hasta Galileo Galilei.

Si observamos el desplazamiento de Venus, Marte y otros planetas, veremos que recorren la órbita celeste, y en un momento determinado parece que se paran y retroceden, para luego volver a continuar su movimiento. Esto era difícil de compatibilizar con una mecánica celeste concebida como inalterable y perfecta. Así que poco a poco se fue gestando una concepción del cosmos que explicase estas observaciones. Hacia el 370 a.C. Eudoxo de Cnido propondrá un sistema de 27 esferas móviles cristalinas en donde se encontraban encerrados los planetas, que al igual que la Tierra eran inmóviles. Estas esferas, con un centro común, giraban uniformemente unas dentro de otras, siendo la más externa una cúpula estática donde se encontraban las estrellas fijas. Aristóteles, para mejorar la descripción de los movimientos de los planetas sin renunciar a la idea geocéntrica, añadirá un sistema de 22 esferas retrógradas, que giraban en dirección inversa, para compensar y anular los movimientos que no eran percibidos. Este sistema era complicado y no explicaba muchas observaciones astronómicas, entre ellas la variación del brillo de algunos astros y la desigualdad de las estaciones. A pesar de ello, tal fue la confianza en la concepción aristotélica tanto para los cristianos medievales como para los árabes, que el modelo planetario geocéntrico se va a convertir en una doctrina indiscutible. Ptolomeo, en su libro Composición matemática, traducido por los árabes como Almagesto (El gran libro), recoge todos los datos astronómicos conocidos, entre ellos el gran legado de los babilonios, y cambia las esferas cristalinas de Aristóteles por un sistema más flexible de círculos, unos que orbitan de forma excéntrica alrededor de la Tierra, llamados deferentes, y otros más pequeños que giran sobre un punto imaginario de esa órbita deferente, llamados epiciclos. Este astrónomo alejandrino incorpora además los círculos ecuantes, para explicar los cambios en la velocidad de las órbitas de los planetas. Ptolomeo aceptaba el presupuesto aristotélico de que la esfera de las estrellas fijas realizaba un movimiento diario con el que arrastraba a las demás, lo que explicaba el transcurso de los días y de las noches sin tener que acudir a la rotación terrestre. Es decir que la Tierra no se movía en absoluto. Esta teoría de Ptolomeo se va a convertir en un paradigma para la astronomía, permaneciendo inalterable durante 1400 años, hasta la revolucionaria aportación de Nicolás Copérnico.

Copérnico, nacido en 1473, es ya un hombre del Renacimiento. Su visión global proviene de una formación en campos tan diversos como la medicina, el derecho y la astronomía. De origen polaco, fue una persona con una sólida educación, adquirida en las mejores universidades de Europa. Desempeñó tareas administrativas como canónigo en Frauenburgo y fue médico de su tío, el obispo de Warmia, mientras trabajaba en la confección de su modelo matemático. Una de las cosas que hizo Copérnico fue aprender griego y latín para poder leer los textos antiguos en su idioma original, lo que le posibilitó el acceso a libros que no estaban traducidos. Había estudiado especialmente a los pitagóricos y a Aristarco de Samos, lo cual le permitió tener una mentalidad más abierta y poder tomar en consideración otras teorías astronómicas. Copérnico se dio cuenta de que el heliocentrismo explicaba la realidad de una manera mucho más fácil que las concepciones de Aristóteles y Ptolomeo, con tan sólo aceptar el presupuesto de que la Tierra se mueve.

En su época hablar del sistema heliocéntrico era una herejía, por tanto, a pesar del apoyo del cardenal Schonberg, que le instaba a hacer pública su teoría, no se atrevió, si bien escribió un manuscrito que circuló de forma restringida. Sin embargo, durante 25 años recogió datos que incorporó en su obra maestra, un libro titulado De revolutionibus orbium caelestium (Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes) que lo publicará póstumamente, en 1543, con una dedicatoria dirigida al Papa Pablo III donde le habla de las ventajas de su modelo para desarrollar un calendario más exacto, un tema de gran interés para la iglesia en ese momento. El editor incluyó por cuenta propia un prólogo donde advertía al lector de que toda esta teoría matemática era hipotética y su finalidad era exclusivamente la de simplificar los cálculos astronómicos, pero que no se correspondía con la realidad, intentando suavizar las revolucionarias ideas que se estaban exponiendo en ese libro, porque en esa época ni los científicos, ni los sacerdotes ni el pueblo apoyaba todavía esa imagen del mundo.

Copérnico propone que la Tierra es sólo el centro de la  órbita de la Luna, pero que se mueve, al igual que los demás planetas alrededor del Sol, centro inmóvil del universo, necesitando para ello un periodo de un año. Además afirmaba que la Tierra tenía un movimiento de rotación diaria y que se inclinaba sobre su eje.

La ventaja de su teoría es que donde Ptolomeo necesitaba aproximadamente 80 círculos, Copérnico sólo utilizaba 34 y eliminaba los círculos ecuantes. Sin embargo, como seguía considerando las órbitas celestes circulares en vez de elípticas, sus ecuaciones mantenían el artificio matemático de los epiciclos, y no daban predicciones muy precisas de los movimientos planetarios. No obstante, por primera vez se presentaba una teoría matemática de gran complejidad técnica que suponía una simplificación intelectual.

El trabajo de Copérnico fue duramente atacado por la mayoría de los astrónomos de la  época, quienes argumentaban que si la Tierra se moviese tendría que apreciarse un cambio en la posición relativa de las estrellas, al cambiar el ángulo de visión del observador, cosa que no sucedía, y por los teólogos, entre ellos, el mismo Lutero, que no dudaban de las afirmaciones de las Sagradas Escrituras.

Giordano Bruno (1548-1600) va a ser el primer defensor de Copérnico, hasta el punto de dar la vida por apoyar esas ideas. En uno de sus libros, llamado la Cena de las Cenizas, explicaba la tesis copernicana y argumentaba el movimiento de la Tierra, yendo incluso más allá de Copérnico, porque éste aún admitía la última esfera de Aristóteles, la de las estrellas fijas mientras que Giordano Bruno dirá que cada una de esas estrellas realmente es un sistema solar, que tiene su propia vida y es como otro mundo. Es decir que además de éste, que es nuestro mundo, existirían infinitos mundos, con otras estrellas como centro, alrededor de las cuales orbitarían otros planetas. El espacio sería por tanto homogéneo y no existirían lugares privilegiados ni direcciones absolutas. Una idea más revolucionaria que la del sistema heliocéntrico si cabe, y que hasta Newton no encontrará apoyo. El 17 de febrero de 1600 Bruno va a ser quemado en la hoguera por defender estas ideas y otras que le vinculaban con una filosofía de corte neoplatónico.

Y así, entramos de lleno en el Renacimiento con hombres de ciencia tan ilustres como Galileo Galilei. Nacido en Pisa en 1564, Galileo conseguirá una cátedra de matemáticas en la Universidad de esta ciudad con tan sólo 25 años. Desde joven fue muy brillante en física, inventando nuevos aparatos y desarrollando las teorías de Arquímedes. Con 20 años, va a descubrir la ley del péndulo, que dice que el periodo de la oscilación, cuando no se superan determinados grados, es constante. Gracias a esta ley posteriormente se descubrirá el reloj de péndulo, fundamental para el desarrollo de la ciencia porque permitió medir el tiempo con mayor precisión.

Galileo va a refutar algunas de las teorías de Aristóteles. Entre ellas la doctrina de que los cuerpos tienden al reposo si no actúan fuerzas sobre ellos, desarrollando en vez de eso la noción de inercia. Dedicará especial atención al estudio del movimiento, creando las ramas de la dinámica y la mecánica. Afirmará también el principio de relatividad del movimiento.

Una de las teorías más conocidas de Aristóteles era que la velocidad de caída de un cuerpo está en relación a su peso, es decir, que si es muy pesado cae más rápido y si es muy ligero cae más despacio. Galileo va a negarlo, diciendo que todos los cuerpos caen a la Tierra con la misma aceleración. Cuenta la leyenda que Galileo tiraba objetos desde la torre de Pisa para comprobar esta aseveración, pero lo cierto es que dejaba caer bolas de distinto tamaños sobre un plano inclinado, observando que todas llegaban al suelo a la vez. Lo que sucedía es que Aristóteles no había tenido en cuenta la resistencia del aire. Si nosotros dejamos caer una pluma y una bola de hierro evidentemente no caen igual de rápido, pero es por la resistencia que ejerce el aire. En la Luna sí lo harían.

Alrededor de 1605 Galileo supo de la reciente invención del catalejo y a partir de ese momento se dedicará a perfeccionar ese descubrimiento para aplicarlo al estudio del cielo. Sus observaciones de las montañas de la Luna y las manchas solares crearán una gran conmoción, considerándose heréticas, porque tanto el Sol como la Luna, ya lo decía Aristóteles, eran sólidos perfectos, no podían tener imperfecciones. Galileo va a descubrir también las fases de Venus y los satélites de Júpiter, y todas esas observaciones van a estar en discrepancia con la concepción aristotélica-ptolemaica del cosmos encajando por el contrario con la teoría de Copérnico. De manera que escribirá un libro titulado Siderius Nuncius, el mensajero sideral, publicado en 1610, alabando la teoría heliocéntrica y aportando muchas observaciones astronómicas.

Copérnico, para no tenérselas que ver con la Congregación de Santo Oficio, había postergado la publicación del libro De revolutionibus hasta su muerte, a pesar de lo cual fue considerado herético. Bruno sin ir más lejos había sido ajusticiado. ¿Por qué entonces se atrevió Galileo a escribir este libro?

En primer lugar porque las ideas copernicanas ya no eran nuevas, llevaban más de cincuenta años circulando, y empezaban a tomarse en consideración en muchos círculos intelectuales. Además, sus observaciones astronómicas apoyaban dicha teoría. Por otra parte conocía los desarrollos matemáticos que iba realizando Kepler del sistema heliocéntrico, de manera que científicamente no ofrecía dudas. Por último, Galileo era una persona afamada en su época, con amigos influyentes dentro de la cúpula eclesiástica, y se sentía protegido. En concreto, era amigo personal del que pocos años después sería el Papa Urbano VIII, quien le profesaba admiración. Sin embargo, a pesar de todo, tras publicar el libro, el tribunal de la Inquisición, con el cardenal Bellarmino a la cabeza, lo manda llamar en 1616 y le hace una primera advertencia. Le dirá que no puede enseñar ni difundir las doctrinas heliocéntricas ni la teoría de Copérnico, cuyos textos pasan a estar incluidos en el Índice de libros prohibidos. Galileo acata la sentencia pero cuando eligen nuevo Papa, se anima otra vez a reemprender la defensa de la cosmología copernicana. Para ello conseguirá que Urbano VIII le permita escribir un libro «imparcial» explicando las dos concepciones astronómicas, la geocéntrica y la heliocéntrica, en cuya composición trabajará durante diez años. El libro se llamó Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano, pero lo publicó sin que llevase el Imprimatur de la iglesia, que es la que debía dar el visto bueno. Las cosas no habían cambiado tanto como él creía, así que Galileo fue citado en Roma ante la Inquisición, enfadados con el libro, porque en vez de hacer una exposición neutra, dejaba al sistema geocéntrico en muy mal lugar. Además, Galileo presentó la postura de la Iglesia a través de un personaje llamado Simplicio. Ya sólo el nombre permitía entrever que se le habían asignado los argumentos más simples y menos convincentes, lo cual representaba una burla para la propia Iglesia que se sintió caricaturizada y atacada. Así que Galileo fue juzgado, encontrado culpable, y obligado a abjurar de la teoría heliocéntrica. Es entonces cuando dijo su famosa frase en referencia a la Tierra: y sin embargo se mueve.

Condenado a prisión, le fue conmutada la pena, dada su avanzada edad, por un arresto domiciliario que duró los últimos 10 años de su vida. Galileo Galilei moriría en 1642, el mismo año del nacimiento de otro gigante para la ciencia, Isaac Newton.

Galileo intercambiaba correspondencia con Johannes Kepler (1571-1630) que fue un astrónomo alemán, influido al igual que Copérnico por las ideas pitagóricas, y empeñado en demostrar la autenticidad del sistema heliocéntrico. Fue profesor de matemáticas y astrónomo imperial en la corte de Rodolfo II en Praga, donde afortunadamente coincidió con el hombre adecuado en el momento más oportuno. Dicho erudito era Tycho Brahe (1546-1601), astrónomo danés que había construido por mediación del rey Federico II de Dinamarca un observatorio cerca de Copenhague, y sin la ayuda de ningún telescopio, con instrumentos fabricados por él mismo, había determinado regularmente a lo largo de muchos años las posiciones de planetas y estrellas con una desviación de un minuto, error diez veces menor que cualquier cálculo previo. Las mediciones de Brahe le permitieron a Kepler disponer de datos fiables sobre los que establecer las leyes matemáticas. Especialmente las referencias a las posiciones de la trayectoria que describe Marte, que representaba un problema clásico, puesto que parecía seguir un movimiento aleatorio, le permitieron descubrir que las órbitas no eran circulares como se creía sino elípticas, lo que supuso la confirmación indiscutible de la nueva visión del cosmos.

Es difícil imaginar siquiera la magnitud, la osadía y la lucidez mental que debió tener Kepler para atreverse a concebir una idea contraria a uno de los presupuestos básicos de la Edad Media, que se fundamentaba en Aristóteles, quien hablaba de un mundo sublunar, en el que se encuentra la Tierra, y otro supralunar (más allá de la Luna) relativo a los cuerpos celestes, donde no existen más que formas geométricas perfectas (esferas) y movimientos regulares inmutables, es decir, circulares. Así como hasta la aparición de Einstein nadie se había planteado ni remotamente que el tiempo y el espacio pudieran no ser absolutos, hasta Kepler nadie concebía que los planetas se pudiesen mover de una manera tan «imperfecta», donde el Sol, para mayor decepción, no se encuentra en el centro del sistema solar, sino que está ligeramente desplazado (situado en uno de los focos de la elipse). Por eso cabe destacar el papel que jugó Brahe en este descubrimiento. Hasta entonces los errores en las mediciones eran tan grandes que era imposible descubrir nada, podía tratarse de órbitas que seguían una trayectoria circular mal medida o bien una que fuese elíptica o incluso una irregular.

Kepler establecerá las tres leyes matemáticas que llevan su nombre y que rigen todos los movimientos del cielo, recogidas en dos de sus libros, La Nueva Astronomía y La armonía del mundo. Estas leyes sirvieron posteriormente de base a Newton para establecer la ley de gravitación universal.

La aceptación del sistema heliocéntrico marca un hito en la historia de Occidente. Con ella se cierra un periodo de oscurantismo que dominó el pensamiento y la ciencia durante la Edad Media. Una vez que Copérnico, Bruno, Galileo, Brahe y Kepler  conmocionan el mundo de la Física, se suceden continuos cambios, con Descartes, Bacon, Leibniz y Newton entre otros, consolidándose la llamada ciencia moderna. Inicialmente sigue un desarrollo lento, hasta que a mitad del siglo XIX empieza la verdadera eclosión de descubrimientos y conocimientos a ritmo vertiginoso que va a continuar hasta nuestros días.

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